El maratón de Nueva Jersey iba a tener lugar casi un año después de que abandonara el maratón de Queens. Nueva Jersey iba a suponer mi carrera de redención. Desesperada por otra oportunidad para Boston, había intensificado mi entrenamiento en invierno de 2020, registrando todas mis carreras a ritmo de clasificación.
El 12 de marzo Nueva York comenzó su confinamiento. Nueva Jersey se había aplazado a noviembre con mi única meta de clasificarme para Boston. Una carrera perdida era insignificante si se comparaba con las cifras de la pandemia, y aun así, estaba aterrorizada. Con el entrenamiento para el maratón y la mayor parte de rutina habitual apartada, no tenía distracciones para los pensamientos que había estado dejando a un lado durante años. Por primera vez desde que había sido violada hacía más de cinco años, dejé de correr.
Empecé a entrenar para un maratón el día después del asalto. Escribí un plan, elegí una carrera como meta y lo puse todo en mi calendario. Debería ser mi segundo maratón. El primero había sido un año antes y me había sorprendido cómo se sintieron ligeros y 'alcanzables' esos kilómetros. Pensé que la distancia podría hacerme sentir poderosa de nuevo.
El entrenamiento en solitario es una forma de curarse. Había un ritmo para ello: acelerando o reduciendo entre las sesiones largas y los días de descanso, me concentré en la cadencia de cada paso. Podría tumbarme en la cama por la noche intentando sentir cómo aumentaban mis músculos. Ver volviendo a sellarse las fisuras y las células expandiéndose bajo mi piel.
Si pudiera correr un segundo maratón, pensé, todavía seguiría siendo yo (mi cuerpo todavía fuerza, resistencia y voluntad) y cuando llegó el día de la carrera mejoré mi marca personal en 13 minutos rodeada por miles de personas que querían también probarse a sí mismas. Crucé la línea con energía, empapándome de la fuerza colectiva de la carrera. Durante los siguientes años seguí persiguiendo esa sensación.
Llegaron docenas de las correspondientes carreras y triatlones. Mis piernas se adaptaron a los kilómetros y mejoré con rapidez. Sin embargo, no importa cuantas metas alcanzaba, siempre me encontraba buscando nuevas referencias. Nada parecía ser suficiente para darme la sensación de vivir sin límites que estaba buscando hasta que empecé a pensar en Boston. El maratón de Boston parece más grande que cualquier cosa de las que haya intentado con mis carreras, lo suficientemente posible como para ir en su busca.
Me inscribí en maratón de Queens intentando batir los 3:30. Pero la mañana de la carrera me desperté exhausta por un mal resfriado. La adrenalina me llevó pronto a un ritmo de 7 minutos, pero en la el kilómetro 21 mi carrera se deterioró hacia una lenta y dolorosa caminata. Encontré a mis amigos en uno de los lados, me desplomé junto a ellos y vi a otros corredores cruzar la línea de meta.
Mi primer instinto fue inscribirme en la siguiente carrera que fuera posible. El maratón de Long Island era dos semanas después, pero no me comprometí. Mi 'carrera no acabada' me hizo sentir que había sido traicionada por mi cuerpo; la idea de probar con otro intento me paralizaba. Intenté alejar el maratón de mi mente y cambié hacia un entrenamiento de triatlón durante el verano, pero mi confianza disminuyó. Temía los entrenamientos matutinos que antes solía esperar con ganas, y constantemente rebajaba mis objetivos, sin importar cuánto me esforzara.
Nueva Jersey se suponía que era la carrera que restauraría ese fallo insignificante. Lo necesitaba para confirmar el valor del trabajo que había realizado, validarme por creer que tenía esa carrera en mí. Lo di todo en mi entrenamiento y cuando la pandemia golpeó y Nueva Jersey se aplazó, sentí que tenía que aceptar mi carrera inacabada. Por un tiempo, me quedé quieta.
Me preparé para otra ola de ansiedad, pero la sensación principal que me inundó fue el agotamiento. Estaba cansada de perseguir algo más allá de lo que era, cansada de esforzarme hasta el agotamiento y luchando por recuperarme. Por primera vez en años, honraba esa sensación: hice lo que los corredores tienen más miedo y me dejé caer. Me sorprendió que me sentí aliviada.
Casi tan pronto como se fue, correr volvió. En el medio del auge de la pandemia, amigos de todo el país comenzaron a acercarse para decirme que habían empezado a correr.
Quienes me habían visto entrenar durante todos esos años, quienes nunca entendieron la obsesión, pero que seguían siendo mis mayores 'campeones', estaban descubriendo la misma alegría por correr que yo solía disfrutar. Recorrían los kilómetros uno a uno y dejando que sus mentes se vaciaran con el aire fresco. Para ellos, correr estaba marcado como una bendición.
No sólo entonces sentí lo que había perdido. Correr fue una vez un estado en el que me sentía en mi ambiente siguiendo las salidas a través de los árboles, deteniéndome a observar cómo se desarrollaba la vida y respirando en la naturaleza. Echaba de menos ese tipo de paz y la necesitaba de vuelta desesperadamente.
Poco a poco, mi deseo de correr regresó. Empecé a correr sin rumbo, a cualquier ritmo al que me sintiera bien. Ahora, salgo por la puerta sin saber a dónde iré y voy por calles con bonitas vistas y caminos con grandes árboles. No corro todos los días -en ocasiones solo un par de veces a la semana- pero cuando lo hago, me renueva. Los días que no corro, me siento culpable.
Durante años, tenía miedo de los agujeros en mi calendario de entrenamientos. Mis metas en las carreras me ayudaron a concentrarme, aliviando mi ansiedad y dándome la sensación de control de todo mi cuerpo que creía que había cedido. Temía que si dejaba de correr me vería obligada a enfrentarme al trauma que había apartado procesar durante tanto tiempo. Temía hacer el trabajo de curarme.
La suspensión de movimientos en todo el mundo me paró el tiempo suficiente para reconocer que estaba construyendo y reconstruyendo un cuerpo que solo necesitaba el perdón para comenzar. En esencia, curarse tiene mucho en común con los deportes de resistencia. La mente y el cuerpo están conectadas profundamente. La repetición puede convertir el dolor en ritmo, pero la recuperación no funciona si no le das al cuerpo tiempo para procesar y sanar.
Todavía tengo metas. Grandes. Todavía quiero clasificarme para Boston y acabar un 'Ironman', pero ya no necesito esas marcas como señales en mi vida. Soy una atleta más valiente de lo que pensé que podría ser y, algunos días -los mejores-, me siento mejor que cuando he corrido más rápido. Comenzar a avanzar, en esos primeros pasos aterradores, es ganar. Así es sanar, incluso si no hay línea de meta.
Nadie tiene en el panorama correr este verano y todo el mundo sigue corriendo. Todos los días, veo nuevos 'runners' saliendo de sus casas con zapatillas y camisetas grandes, y veo a corredores veteranos a los que les dejan espacio en la calle. Veo 'runners' sonriendo desde lo alto de las colinas, celebrando entre bocanadas de aire y mirando el espacio que han recorrido y a todos notando que cada uno de nosotros está ahí, quizás por primera vez en mucho tiempo. Ahora, por el momento, todos corremos por el infierno y, algunos días, puedes sentir que todos sanamos.